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PRADOS DE ALAMEDA Y PINILLA



Mayo es la adolescencia del año, una edad difícil –sobre todo, si se es alérgico a las gramíneas o a las declaraciones de Hacienda, por citar dos de las cosas que más giban de mayo–, pero ¿quién no se apuntaría de por vida a este botellón de clorofila, solecito y ropa justa? Hay que ser un triste como Baroja para verle el lado feo al 'majus' latino, eso de que el hombre nota que “no se renueva como el árbol, ni como el arroyo, ni como la nieve del monte, y que lo que muere en él no vuelve a brotar jamás” ('Las tragedias grotescas').

El excursionista no sabría decir qué es lo que se le había marchitado a don Pío para escribir eso, pero a él la dicha de lejanos mayos le rebrota cuando la sierra se llena de mariposas (¿cómo no iba a llenarse, si los coleópteros representan el 16% de todas las especies animales?). Y de cucos, que esto parece una relojería. Y de flores: el jacinto español y el narciso pálido, el geo del bosque y la centaurea, las mosquitas azules y el satirión manchado... Todas éstas ha visto, y muchas otras de las que no tiene ni flores, paseando esta mañana por los prados de siega y de diente de Alameda y Pinilla del Valle.

Para emborracharse de mayo, el excursionista ha elegido el camino que sale de Alameda hacia el norte –viniendo de Lozoya por la carretera M-604, el primero a mano derecha, nada más pasar la señal de inicio de población–, una pista de tierra que enseguida cruza el arroyo de la Saúca y bordea varias granjas y prados bien cercados y mejor regados, con regueras que dan nueva vida a gramíneas como la hierba fina y la grama de olor, el tortero y la cola de perro, la cañuela roja y el molino azul, y buena vida a las vacas, pues estas hierbas, segadas en agosto, serán su sustento invernal.

Ignorando varias desviaciones a la izquierda, el excursionista se ha mantenido fiel a la pista principal y ésta le ha recompensado subiéndole por hermosos robledales y rasos orlados de cambroños en gualda flor, con vistas como de palco sobre el valle del Lozoya: allá arriba, Peñalara y Cuerda Larga, vestidas de nieve tardía, que al sol de mayo es como flor de un día; abajo, el monasterio de El Paular, flor inmarcesible que, con ésta, ha hecho 612 primaveras; y, por doquier, decorándolo todo, las campánulas azules de los jacintos españoles, que son las flores que por aquí más abundan, seguidas por las varas púrpuras de los satiriones, que pertenecen a la numerosa –y nada exótica, como se ve– familia de las orquídeas.

Como a una hora del inicio, en una cerrada curva a la izquierda que la pista traza nada más pasar bajo un amplio prado con fuente y pilón, el excursionista ha tomado un desvío a la diestra que conduce en suave ascenso hasta otro abrevadero. Luego ha seguido sin camino, perdiendo muy poco a poco altura hasta dar con una trocha de vacas que discurre horizontal, sobre la cota de los 1.400 metros, en dirección al vecino término de Pinilla. Y ello a través de un bosque de melojos que ahora, en mayo, no responden en absoluto al rudo estereotipo del roble: las nuevas hojitas aún tiernas y algodonosas, y las flores como largos pendientes de color amarillo.

Aunque no hubiera encontrado la trocha, tampoco le hubiera costado más de un cuarto de hora atravesar el melojar a la buena de Dios y alcanzar, después de cruzar un arroyo –también llamado de la Saúca–, la cerca que separa los municipios de Alameda y Pinilla. Al otro lado, casi paralelo a la linde, baja un buen camino hasta una pista aún mejor que, a su vez, desciende por la dehesa boyal de Pinilla hasta la ermita de Santa Marta, junto a la carretera M-604, a donde el excursionista ha llegado tras dos horas largas de paseo.

Desde la ermita, al excursionista se le ofrecían dos opciones para regresar a Alameda –que está a sólo un kilómetro y medio–: hacerlo por el asfalto o dando un rodeo por el pueblo de Pinilla. Allí, cerca del embalse, junto a una cruz de piedra, parte un viejo camino a Alameda entre prados bordados de majuelos floridos. No lo dudó.